Camilo Sánchez
Se ha dicho hasta el cansancio que ningún hombre puede caber en un libro. Tanto, que se ha tomado ese hecho como cierto y ha provocado que muchos, perezosos, suelten una historia antes de empezar a caminarla. No es el caso de Eduardo Cormick. Ahora sabemos que, si la tarea se realiza con pericia, la hendija de un hallazgo, una cita mínima o el rastro de una vieja anécdota personal, pueden traer de regreso a un personaje para tenerlo vivo entre nosotros. Uno de los mayores aciertos de este nuevo libro de Eduardo Cormick, el séptimo de su cosecha, es haber encontrado una fórmula para nada fácil. Aquí, forma y contenido se amalgaman, entran a tiempo en la música de un texto, hablan en la misma frecuencia. El relato coral hace pie en la transmisión fidedigna de las voces que lo vieron en acción, de primera mano. Las andanzas del irlandés Denis Fitzpatrick por estas pampas -cura beligerante, militante de causas justas, poeta secreto y austero- se ajusta, muy preciso, a su manera de andar por la vida. Un relato coral resulta afinado para hablar de alguien como él, que hizo de lo colectivo y lo social, una marca en el orillo. Al cura lo acercó por primera vez a la ronda de amigos Gustavo Ng, en su libro La Intimidad de las Islas. Quienes lo frecuentamos, pensamos entonces que Ng, mientras leíamos sus relatos dedicados a Fitzpatrick, en su afán de encontrar alhajas como excusas para escribir, había inventado bastante a ese cura que fue una especie de segundo padre para él. Creíamos entonces que lo había elevado a la altura y semejanza entrañable que su narrativa necesitaba. Un cura que era amigo de Luca Prodan, que bebía whisky para remontar la tarde, que ponía como banda de sonido a Los Beatles para evangelizar enseñando inglés a unos adolescentes díscolos en San Nicolás. El personaje en cuestión daba sermones en capillas de tierra que se amenizaban con el cacareo de las gallinas que surcaban el atrio. Y una última, tenía un libro de poemas, que corregía desde su adolescencia y que nunca sería publicado. Un rosario de frases íntimas que eran su secreta piedra más pulida. Casi todos creímos que Gustavo Ng exageraba, pero estaba entre nosotros Eduardo Cormick. Hacía poco tiempo había terminado su libro El lado irlandés de los argentinos y habrá pensado, tal vez, que la historia del cura se había quedado en la puerta, del lado de afuera. Y entonces, duplicó la apuesta. Viajó hasta los lugares donde el cura Fitzpatrick vivió, rastreó mensajes, archivos, mandó mails y en todos lados encontró personas que se sentaban gustosos con él a charlar de la memoria del cura. Un cura que no le quitaba el cuerpo -pasó entre nosotros en los tiempos oscuros de la dictadura- a meterse en camisas de once varas, a resoplar cuando en la llanura se anuncia el aguacero. Quienes lo conocieron guardan alguna foto, papelitos del cura, un rosario de los que regalaba, recortes de diarios que nombran sus rebeldías. Eduardo Cormick hasta encontró, en este libro, a una mujer que lo cuidó en sus últimos días y que guarda hasta ahora -como si se tratara de un santo- el bastón y sus pantuflas. Y algo que, con amorosa solemnidad guarda como una reliquia: pedacitos de piel de los pies que se le desprendían al final de su vida. También hizo traducir Cormick, en la perspectiva sagaz y estudiosa de Miguel Angel Montezanti, los poemas que nos dejó. ¿Qué precio tiene ahora este vino bien prensado? ¿Qué precio el pisador de uva?, escribió el cura poeta. Nuestra civilización está cansada y se está agotando, se lamenta, en sus poemas, sin una sola queja. El tono de los días del cura Fitzpatrick. Así es más o menos la cosa. El cura se metió en la vida de varios de nosotros y no deja de llamarnos desde el costado del camino. Eduardo Cormick logra con este libro que el viaje por su memoria se nos vuelva aún más sólido, y lleno de colores. Y quién dice que con este libro terminemos siendo -como quienes lo recuerdan, como los hacedores de este libro, como sus futuros lectores, como le hubiera gustado al viejo cura poeta- uno con él.